sábado, 21 de julio de 2007

"Refugiados en Cádiz" (1940-1946)

Nº 3. Título – REFUGIADOS EN CÁDIZ (1940-1946)

No hay dudas de que a un niño de tres o cuatro años, no se le da ninguna clase de explicaciones. Siempre se procura impedir que vea la violencia. Sólo he contado y cuento lo que acuerdo y lo que oía decir a los mayores.

Nos refugiamos en Cádiz en casa de un tío nuestro por parte materna (Blas García Gutiérrez) en la calle Mateo de Alba nº 6y8

Nos dejaron un cuarto de unos siete metros cuadrados como máximo. Ésta es la foto del edificio. La ventana que se ve encima de la casapuerta era donde vivimos los cuatro. La medida de la habitación era equivalente al de la casapuerta tal como se puede ver en la foto hecha en marzo de 2007.


En ese cuarto hicimos nuestra vida. Nuestra madre durmió hasta el año 1959 sentada en una silla, delante de su máquina de coser y con la cabeza apoyada en el poyete de esa ventana. Ella solicitó un piso al Ayuntamiento a nuestra llegada a Cádiz en 1939, pero no se lo dieron hasta 1959, y gracias a que nuestra madre consiguió una recomendación, como siempre se hacen las cosas en España.

Mis hermanas cuando aún no tenían doce años, empezaron a trabajar como criadas únicamente por la comida. María la mayor, desapareció y se buscaba donde poder dormir y comer. Anita la más pequeña hizo lo mismo, pero ella regresaba a casa y siempre me traía un pedazo de pan que me guardaba de su comida.

Yo, como varón, no podía trabajar de sirvienta. Andaba siempre por las calles como un mendigo comiendo muchas veces lo que me encontraba por los suelos cuando los mercados cerraban en la plaza de abasto. Los domingos y días de fiesta, me alimentaba con las cáscaras de frutas que dejaba el público en las playas. La que menos me gustaba era la del plátano porque la encontraba muy áspera.

Al principio de nuestra llegada, teníamos algo de comer ya que Auxilio Social nos daba un cazo de comida por persona. Pero cuando lo quitaron fue peor para nosotros ya que en esos momentos nuestra madre ya estaba casi paralítica.

Nunca tuve un cepillo de dientes y raramente podíamos tener un jabón verde para lavarnos.

Como no podía estar en ese cuarto tan pequeño durante todo el día, salí desde muy corta edad a la calle para distraerme con los “niños de la calle”, tal como nos llamaban. Me acuerdo muy bien de la primera vez en que salí solo y mis amigos me preguntaron cual era mi nombre. Yo se lo dije y, al mismo tiempo, les dije que me llamaran “el catalán” y así me llamaron siempre y me continúan llamando de la misma manera aún en la actualidad todos los que me conocen y mis primos.

Desde muy pequeño siempre me he sentido orgulloso de haber nacido en Barcelona cosa muy natural en todo el mundo. Y conforme mi edad avanzaba, mi curiosidad de saber por qué me habían echado de Barcelona iba en aumento.. Fue mi madre quien me dijo los motivos. No sabíamos dónde se encontraba nuestro padre, pero siempre tenía la esperanza de que nuestro padre volviera para poder regresar a mi Barcelona.

Nuestra madre decía que si no lo habían matado, debía de estar refugiado en Francia. Mi consuelo era cuando oía a los mayores comentar que “Los otros”, como les llamaban, estaban al otro lado de los Pirineos para volver. ¡Pero nunca volvieron!

Se sabe muy bien cómo sufrió toda España durante la posguerra, pero yo me sentía como el último de los españoles. Caí enfermos de tifus, y de tuberculosis y como casi siempre iba descalzo, todos los meses tenia las anginas inflamadas, llegado a tal punto que el médico de la beneficencia dijo que no me recibiría más si no me operaban.

Ya debía de tener unos once años en esos momentos y por recomendación de una amiga de nuestra madre (señorita Pepa Reiné) que vivía en la Plaza de las Flores y que trabajaba en la farmacia del Hospital Mora de Cádiz, pude operarme en ese hospital. Estuve en la sala San José, cama nº 29. Después de la operación las monjas me pasaron a la sala de los niños y me llamaron “el niño mayor” por ser quien tenía más edad. Las monjas me guardaron durante tres meses en ese hospital porque les daba pena de verme como yo estaba de delgado y porque conocían nuestra situación.

Sin embargo fue un sacrificio muy grande para mi madre el hacerme entrar en ese hospital, ya que le dijeron que para poder entrar tenían que cortarme el pelo. Yo siempre llevaba melena por el hecho de que mi madre no tenía dinero para pagarme el peluquero y me lo cortaba con su tijeras. Aquí tenéis mi foto que fue la primera que me hicieron desde mi nacimiento.



En ese hospital tuve la suerte de que me conociera Sor Teresa Taniñez (una monja de la caridad) Ella me enseñó durante mi estancia en el hospital las primeras letras y los números y cuando los médicos me dieron el alta, esa pobre monja puso unas cajitas de cartón en las salas comunes pidiendo limosna para poderme pagar un colegio. Pero sólo pudo hacerlo durante unos pocos meses. Me puso en el colegio de pago San Jerónimo en la calle de Zaragoza donde me llamaban “el niño de las monjas”. Como me anunciaron que en el siguiente curso pasaría al siguiente nivel (por consiguiente más caro) la pobre monjita ya no podía pagar ese precio y me presentó al principal eclesiástico de los jesuitas (padre Muriel) que tenía su sede enfrente de a la Catedral, para que me buscara un internado. Este cura me llevó al Hogar Escolar José Antonio Primo de Rivera, de Auxilio Social, donde ingresé hacia el mes de octubre o de noviembre del 1947 y con la suerte de no tener que entregar mi partida de nacimiento. Mi madre me dió por consigna de no decir nunca quién era mi padre para que no me expulsaran. Yo sólo decía que era huérfano de padre desaparecido. Fui siempre muy discreto en ese sentido y por consiguiente, mi conducta era intachable tal como me decía la directora, Maruja Canto.

Próximo capítulo En campo de concentración (Cádiz 1947-1949)

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